Deolinda, en unos ejercicios para las
Hijas de María, escogió al predicador para que fuera su director espiritual, era
un religioso que predicaba con frecuencia en las parroquias de la arquidiócesis,
el P. Jesuita Mariano Pinho.
Así fue como supo el sacerdote de la
existencia de Alejandrina, y por medio de Deolinda le pedía oraciones,
prometiendo las suyas. A veces le mandaba alguna estampita.
Dos años después, Alejandrina sabe que el
Padre Mariano está enfermo y la noticia la hace llorar. Deolinda le pregunta:
“¿Por qué lloras, si no lo conoces? Y ella contesta: “Sé que él rezaba por mí y
yo por él.
El 16 de agosto de 1933 el Padre Pinho fue
a Balasar a un triduo de predicaciones, visitó a Alejandrina y ella le pidió que
también la dirigiera espiritualmente.
Al principio la enferma no le habló de su
oferta de amor por los Sagrarios, ni de la fuerza misteriosa que la atraía, ni
de las palabras de invitación de Jesús.
― “Yo no entendía
nada de todo esto –contaba Alejandrina- pensaba que fuera una cosa común a
todos”.
Fue por esos tiempos que Jesús le dice:
“Obedece en todo a tu Padre espiritual, no fuiste tú la que lo escogiste, fui yo
él que lo envié”.
Así comenzó una intensa correspondencia
entre ella y el Padre Mariano.
Recorriendo sus cartas al Director
espiritual, uno puede hacerse una idea, aunque vaga, de los dolores físicos que
la torturaban y de su amor al sufrimiento por la salvación de los pecadores.
He aquí un extracto: “Dos palabritas
apenas, porque las fuerzas no consienten más, pasé muy mala noche, no hallaba
cualquier posición... Pregunto muchas veces: “Oh Jesús mío, ¿qué quieres que yo
haga? Y siempre, invariablemente, la misma respuesta: -“Sufrir, Amar, Reparar”.
Mi sufrimiento ha aumentado mucho, ahora
sólo tomo líquidos, no consigo masticar, debido a un tumor en la boca, puede ser
que así como apareció, desaparezca. Con la debilidad en que me encuentro, será
imposible vivir, siento mucho la falta de lo poco que comía, pues sólo con
líquidos, fácilmente me atacan vómitos.
Tanto son los dolores que me es imposible
coger la pluma aun que sea por algunos momentos, nunca me rasparon los huesos,
pero tengo la impresión de que así es mi dolor.
Me parece que las costillas de mi pecho se
me pegan en la espalda, me causan dolores tan agudos que no sé como estar,
cuando los dolores se vuelven más fuertes, quedo por minutos con la mitad del
cuerpo en la cama y la otra mitad en el regazo de Deolinda. Esto obliga a mi
hermana a pasar las noches en mi compañía. También me cuesta mucho trabajo
hablar”.
Sin embargo, Alejandrina sólo revelaba sus
sufrimientos al Director espiritual y en parte a su hermana, que era su
confidente, a los otros no les decía nada, su propia madre no se enteraba de
todas las cosas que acontecían en aquel cuarto.
Desde el día en que se ofreció como
víctima, Alejandrina repitió siempre esta oración: “ Oh Jesús, pon en mis labios
una sonrisa engañadora, para que yo pueda esconder a todos el martirio de mi
alma, basta con qué Tú conozcas mi sufrimiento”.
En 1933 su familia tuvo un desastre
financiero, Alejandrina recuerda muy bien esta fecha, porque la pérdida fue
contemporánea a una gracia muy grande, el permiso de poder celebrar la santa
Misa en su cuarto.
A partir de ese día Dios aumentó sus
ternuras, pero también hizo pesar más su cruz: desaparecieron los parcos
recursos de la familia. La madre de Alejandrina, con demasiada generosidad,
había ofrecido como fiadora de algunas personas necesitadas.
“En aquel tiempo –refiere la enferma- no
tenía ningún apego a las cosas de este mundo, pero sufría bastante al ver que
todo aquello que teníamos no alcanzaba para pagar las deudas que mi madre había
contraído, al convertirse en fiadora de personas amigas. Le dije a mi familia
que prefería perder todo a dejar de pagar.
Muchas veces me faltaba el alimento
necesario, pero todo lo sufría en silencio, nunca pedí aquello que no teníamos
en casa; así, mis familiares estaban persuadidos que todo era de mi agrado.
Si me ofrecía alguna cosa, se lo entregaba
a mi hermana, que en aquel tiempo estaba muy enferma, pensando: “ya que yo no
puedo curar, cuando menos que Deolinda lo pase mejor”.
Así pasaron 6 años de lágrimas y
tristezas, no hubo en mi familia un momento de paz y serenidad. Por fin Jesús
oyó mi oración, una buena señora vino de lejos a traer alivio a nuestras penas,
y si las pruebas no terminaron completamente, fue sólo por mi timidez, no tuve
valor para revelar toda la deuda, pero esa señora no dio una cantidad suficiente
para salvarnos de vender nuestra casa”.
Entretanto, comenzaron los primeros
coloquios de Jesús con Alejandrina. El hecho
se verificó en 1934, primero el día
6 y después el día 8 de septiembre, cuando el párroco le llevó a la enferma la
sagrada Comunión. Alejandrina se siente apática, fría, literalmente incapaz de
una buena acción de gracias.
“Pero el buen Jesús –escribe ella en su
Diario- no reparó en mi indignidad y mi frialdad, me pareció oírlo hablar”.
Aquel primer coloquio la dejó muy
preocupada porque no podía escribir, y no quería confiarle su secreto a nadie,
ni siquiera a su hermana.
Luchó consigo misma durante dos días, por
fin, tímidamente, le pide a Deolinda:
― ¿Quieres hacerme
un favor?
― Dilo ya-
― ¿Podrías escribir
lo que te voy a dictar?
― Por supuesto.
Era de noche, Deolinda se sentó en el
suelo frente a un banco y comenzó a escribir. Alejandrina no levantaba los ojos
por la humillación, y la hermana no osaba mirarla, por la impresión que le
causaba lo que escribía.
Y Alejandrina le dictaba:
“Me pareció que Jesús me decía: -“Dame tus
manos, porque las quiero clavar conmigo; dame tus pies porque los quiero clavar
conmigo; dame tu cabeza que la quiero coronar de espinas como me hicieron a mí;
dame tu corazón que yo quiero traspasarlo con mi lanza como traspasaron el mío;
conságrame tu cuerpo; ofrécete toda a mí, que te quiero poseer totalmente”.
Más tarde, el director espiritual pidió a
Alejandrina que le confiara todo lo que le acostumbraba decir a Jesús en su
acción de gracias después de la Comunión. Alejandrina sonrió y respondió: “Le
digo así: Jesús, dame fuego, dame amor, amor que me queme, amor que me mate,
quiero vivir y morir de amor”.
A esta oración Jesús le respondió: “Sí, tú
morirás de amor, porque vives de amor”.
Hacía mucho tiempo que Alejandrina soñaba
en poder tener la santa Misa en su cuarto, le parecía una cosa muy linda, pero
también muy difícil de alcanzar. Nunca se atrevía a pedirlo. En 1933 llegó a
saber que el Padre Mariano iría a la aldea para predicar, manifestó a Deolinda
su vivo deseo.
Decidieron hablar con el Padre, pero
después, temieron causarle incomodidad y no se atrevieron a decirle, pero el
Padre, un tiempo después, en una carta, le preguntó a Alejandrina si no le
gustaría asistir a la santa Misa, la respuesta llegó llena de delicadeza: “Si se
pudiera conseguir, sería para mí una alegría indescriptible, pero me da pena por
el grande sacrificio que sería para usted quedar en ayunas en estas mañanas tan
frías”.
Finalmente, el 20 de noviembre tiene la
dicha de asistir a la santa Misa en su cuarto, Dios la había escuchado.
Alejandrina tenía un alma sensible y
encantadora, amaba a Dios en la naturaleza. A los nueve años, cuando se
levantaba de madrugada para el trabajo del campo, se detenía a contemplar los
colores vivos de la aurora al romper el sol. Escuchaba embebida el canto de los
pajaritos o el murmullo de las aguas. Se sentía tan arrobada que se olvidaba de
este mundo. Un solo pensamiento la dominaba: “cómo es grande Dios”.
Cuando estaba en la playa, se perdía
delante de la inmensidad del océano, y en la noche, la luz de las estrellas le
causaba estremecimientos de admiración.
Muchas veces desde su recamara miraba el
cielo estrellado, escuchaba el ruido lejano de la corriente del río y se
maravillaba con el pensamiento de la grandeza del Creador.
El 6 de septiembre de 1944, hablando a su
confesor, dejó salir esta frase: “El canto, la naturaleza, el mar, me obligaban
a concentrarme, a olvidarme”.
Aquella ardiente admiración por la
naturaleza era como un golpe de alas para Dios. Una vez contó: “Después de una
visita al Santísimo, que no había podido hacer de día, por causa de muchos
dolores y por un gran malestar, advertí improvisadamente aquello que acostumbro
sentir cuando el Señor viene a hablarme: tuve la impresión de que una ola de mar
venía junto a mí, me incliné hacia el lado izquierdo y Jesús me habló.
Algunas veces, antes que el Señor me
hable, siento fuertes abrazos, otras veces, los siento al final; me invade un
calor tan fuerte, que no puedo explicar. Otras veces siento las caricias del
Señor. Y no sé como corresponder a tantos beneficios”.
Le preguntó a Jesús como se rebajaba hasta
ella, tan pequeñita y pecadora, y Jesús le respondió: “No hago esto solamente
con las almas santas, también me comunico con las almas pecadoras como tú, para
infundirles confianza; también ellas pueden amar al Señor y llegar a la
santidad, si así no lo hicieran, pueden llegar a la desesperación”.